Perdonarme si no doy nombres, pero dado el extraño acontecimiento que se dio lugar aquella lejana noche de verano en una localidad llamada San Nicolás del Puerto, no sería aconsejable citarlos. Baste decir que lo ocurrido formará ya parte de los terrores de cada uno de ellos, y sus vidas ya no serán completas nunca más, pues han visto lo que no debían ver, y han escuchado lo que nunca tendrían que haber sabido. Ahora la vida les parece un error mayúsculo, y observan a sus semejantes como meros esclavos. Quizá lo más aconsejable sería no escribir nada sobre el asunto, dejarlo ahora mismo y romper esta cuartilla donde escribo de forma rápida y atropellada. Pero luego pienso en ellos, y me digo a mí mismo que alguien más debe saberlo, y rendirles un homenaje póstumo, puede que de esta forma encuentren el descanso que necesitan. Nunca sabré con certeza el motivo que los llevó a aquel lugar, pero mis pequeñas indagaciones sobre el terreno, y sobre todo de sus numerosos comentarios, he podido averiguar que algo o alguien les llamó poderosamente la atención, atropellándose los sucesos que a continuación voy a relatar. Llegados a este punto, debo referirles que la información que poseo sobre aquella noche la gané de forma vergonzosa, lo reconozco, pero no creo que querer saber la verdad de lo sucedido me haga tan mala persona, máxime si se trata de amigos.
El pueblo de San Nicolás del Puerto es un lugar tranquilo y placentero, situado en la Sierra Norte de Sevilla, pequeño pero muy coqueto, rodeado de vegetación y montañas, de casas blancas y antiguas. No me extraña que mis amigos la eligieran como lugar de descanso tras un agotador año de trabajo. Posee un pequeño puente romano, debajo del cual han construido una playa artificial donde los veraneantes sofocan el ardiente calor de los veranos. Un poco más arriba se encuentra el nacimiento del río Hueznar, un lugar acogedor y tranquilo, por donde discurre un caminito que sigue el fluir del río. Y es por ese camino donde empezaron mis amigos su excursión, por el cual saldrían tan cambiados y con unas pequeñas marcas en el brazo, como una especie de tatuaje con letras rojas y uniformes imposibles de entender, como más tarde relataré. Una de las cosas que no me quedó clara, es el motivo por el cual hicieron aquella excursión de noche, y no de día, como hubiera sido lo lógico, aunque puede que eso ahora ya no tenga mucha importancia.
Según mi informador –que aquí omitiré– pude saber que al principio todo iba normal, haciéndose bromas entre ellos, asustándose mutuamente a la exaltación de la noche. El camino zigzagueaba al mor del curso del río y el lugar se encontraba silencioso; solo sus voces se podían escuchar en muchos metros a la redonda. Según mi informador, debieron pasar varios minutos de caminata cuando, tras un recodo, observaron algo extraño: una especie de niebla espesa surgida de la nada, que se mantenía inerte justo en medio del camino. Se pararon en seco y, como de costumbre, hubo comentarios graciosos y chocantes que aquí omitiré. No le dieron mayor importancia y decidieron pasar sin más sobre ella. Y fue entonces cuando, tras caminar unos pasos, observaron una escena muy extraña: tras una mesa entrelarga estaban sentados tres hombres con sotanas y con unas capuchas que le escondían el rostro. Enfrente, otros dos hombres, también con sendas sotanas, pero esta vez con el rostro al descubierto, les hablaban de cosas que nunca debieron escuchar, tales como la llegada de un juicio a los humanos, de una cárcel enorme y de unos años de terror que ya estaban cerca. Hablaron de más cosas, pero mi informador no quiso, o no pudo confiármelos. Al fin la escena terminó y el bosque pareció volver a su estado normal. Mis amigos, callados e incrédulos por lo que habían visto, decidieron volver al pueblo y dejar atrás todo aquello. Pero fue entonces cuando ocurrió lo peor.
Lo que pasó a continuación lo descubrí hace poco. Durante años ninguno de mis amigos supieron o quisieron contármelo abiertamente, aunque casi desde el principio sabía que algo había sucedido en aquel punto del camino, pero por alguna razón lo omitieron. Quizá el miedo, un miedo atroz y despiadado les hizo olvidar de sus mentes cualquier recuerdo, para poder seguir viviendo sus vidas sin volverse totalmente locos. Como digo, fue hace poco que pude, tras años de insistencia, conocer la verdad, tal y como ahora voy a intentar relataros.
Una vez que se sintieron a salvo tras la extraña aparición de aquellos hombres con sotanas, apuraron los pasos para volver al camino que va hacia el pueblo. Pero fue entonces, cuando ya se disponían a subir una empinada, cerca del lugar que llaman como “La fuente Miguel”, cuando, de la nada, apareció, justo delante de ellos un hombre vestido enteramente de negro -quizá con los hábitos propios de un monje-, con una capucha sobre la cabeza, y que tenía los ojos lechosos, haciendo contraste con la negrura del ropaje y de la creciente noche.
El hombre, -el monje, en realidad-, se encontraba completamente quieto, mirándolos fijamente, sin pestañear, como una estatua larga y delgada. Pasaron unos segundos angustiosos sin que nadie hiciera ni un solo movimiento, ni dijera una sola palabra. Fue entonces cuando aquel hombre, aquel ser, comenzó a hablar. Y lo hizo lentamente, como si quisiera medir cada una de las palabras, en lo que parecía un cántico gregoriano; y en cada vez palabra que pronunciaba emitía una bocanada de fuego que se perdía en la oscuridad:
“Yo soy el abismo y el dolor,
la duda y la ambición,
el Principio y el Final.
Aquél que llegó antes que vosotros,
y el que volverá para castigaros.
Decid de mí lo que otrora fui:
aquel que Es y Será para siempre jamás.”
Y aquellas palabras, aquella profecía, se les grabó a fuego, literalmente. En sus desnudos brazos iban apareciendo cada una de aquellas letras, una por una y a medida en que aquel ser las iba cantando. Así fue como se les formó un tatuaje de letras rojizas y doradas, de una tonalidad tenue y muda.
Muda, sí, porque, en cada aniversario del encuentro con el monje, mis amigos me contaron que el tatuaje se volvía aún más rojo, y pareciera que se movían las letras de una forma armoniosa y rítmica, como si el tatuaje cobrase vida y cantara de nuevo aquella retahíla en un extraño ritual. Y es entonces cuando les envolvía una repentina sensación de tranquilidad y sosiego. Cerraban los ojos, y volvían a ver aquella figura alta y delgada de ojos lechosos. Pero esta vez le llamaba a cada uno por su propio nombre. Y todos respondían con la misma frase en latín: Iam sum apud te, Magister*.
Hoy hace un año que mis amigos desaparecieron sin dejar rastro, justo en el aniversario de su encuentro con aquel monje. Y yo, en un intento de encontrar una explicación a todo aquello vuelvo al caminito donde todo empezó. Espero sólo escuchar el canto de los grillos y el murmurar del río.